Israel y la nueva Nakba | Internacional

Palestina vive uno de los momentos más traumáticos de toda su historia. Si tuviéramos que buscar un equivalente, no lo encontraríamos en las cinco ofensivas que Israel ha lanzado contra la franja de Gaza desde la entrada en el siglo XXI, sino más bien en las devastadoras guerras de 1948 y 1967 y sus secuelas. La guerra de Independencia israelí fue también la Nakba o catástrofe palestina, que se saldó con la desaparición de la Palestina histórica y la expulsión forzada de 800.000 personas de sus hogares: dos terceras partes de su población árabe. La guerra de los Seis Días terminó con la ocupación israelí de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este, así como el éxodo a Jordania de otros 300.000 palestinos.

Como entonces, hoy día existe un amplio consenso en la escena política israelí en que se dan las condiciones idóneas para imponer una nueva realidad sobre el terreno. No solo en lo que se refiere a la guerra contra Hamás, sino también en lo que atañe a la creación de unas condiciones de vida tan adversas que la población se vea forzada a abandonar Gaza ante la falta de alimentos y la propagación de enfermedades. Hasta el momento, más de 25.000 personas (el 1% de la población de la Franja) ya han muerto bajo los bombardeos indiscriminados israelíes. El objetivo final de esta política de tierra quemada y estrangulamiento humanitario sería provocar una limpieza étnica o, según el eufemismo acuñado por varios ministros israelíes de la ultraderecha supremacista, “una emigración voluntaria” que empuje a la población hacia el Sinaí egipcio.

Todos sabemos que una medida tan drástica no puede aplicarse de la noche a la mañana, sino que requiere tiempo y, sobre todo, determinación, tal y como recogía un plan del propio Ministerio de Inteligencia israelí. Igualmente, necesita cobertura internacional y, en este punto, Estados Unidos puede jugar un papel decisivo a la hora de facilitarlo o frenarlo. Una extensión del conflicto a otros países de la región como Líbano o Yemen permitiría crear una cortina de humo que desviase la atención hacia otros focos, de ahí que la escalada regional beneficie a Israel y perjudique a los palestinos.

Este descenso a los infiernos acontece ante el pavoroso silencio de los autócratas árabes, que parecen haber abandonado a su suerte a los palestinos y haberse desatendido de la tradicional solidaridad hacia su causa. En este nuevo Oriente Próximo que emerge de las cenizas de Gaza, las grandes potencias árabes avanzan sin pausa hacia la normalización plena con Israel, lo que requiere que se desprendan del molesto fardo de la causa palestina. Por su parte, Irán y su Eje de la Resistencia apuestan por una guerra asimétrica, conscientes de que un choque frontal con Israel y Estados Unidos tan solo serviría para poner en evidencia su debilidad. En este río revuelto, algunos actores no estatales como los hutíes en Yemen intentan obtener réditos, a escala doméstica y regional, al presentarse como el único respaldo de los palestinos.

Todas las señales advierten que nos encaminamos al escenario más catastrófico de los posibles ante la absoluta pasividad de la comunidad internacional, que se mueve entre la indiferencia y la complicidad ante la tragedia palestina. La respuesta ante los castigos colectivos y la utilización del hambre como arma de guerra oscila entre la invisibilización del problema y su infravaloración, como si no fuésemos plenamente conscientes de la gravedad extrema de la situación en la que nos encontramos.

Hoy por hoy, la única esperanza para alterar el statu quo proviene del Sur Global, ya que Sudáfrica ha interpuesto una demanda ante el Tribunal Internacional de Justicia al considerar que Israel está perpetrando un genocidio planificado. En el caso de que La Haya estime el caso e imponga medidas cautelares, unos y otros tendrán que elegir en qué lado de la historia quieren estar: el de las víctimas o el de los victimarios.

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